Una intensa luz les cegó al traspasar el umbral, y no habían
tenido tiempo de recuperarse cuando se vieron imbuidos casi al instante del aire ceremonial
que invadía cada rincón de la sala recién descubierta. Notaron la frialdad glacial que imperaba, y
tras recuperarse de la cegadora luminosidad,
se percataron de la causa del frío. Toda la arquitectura estaba hecha de
hielo: techos, vigas, pilares, suelos, paredes... Todo estaba construido y
tallado en translúcido hielo.
-Vaya, vaya, vaya, ¿a quién tenemos aquí? –la sarcástica voz
interrumpió la contemplación casi anonadada de los recién llegados.
Ambos dirigieron al unísono la mirada a la persona
responsable de la pregunta, captando enteramente su atención. Ante ellos, sentado en un trono de geometrías
imposibles y decorado con carámbanos de infinitas formas se hallaba un hombre
cuyos ojos relucían en las penumbras que ocultaba parcialmente sus rasgos,
aunque la cara de aburrimiento con que los miraba era más que evidente.
Descasaba la barbilla sobre la palma de la mano, cuyo brazo, de amplios bíceps
se marcaba ostensiblemente bajo las manga de la casaca que llevaba, asentado
sobre el apoyabrazos izquierdo en forma de ala le daba un aire hastiado y
levemente amenazante al estar sobre un estrado un par de metros sobre ellos.
-El príncipe Edwing Osbert de Neilane y su acompañante, la
señorita Lyselle –anunció entonces Mulcrey, cuadrado ante su señor.
-Ah, es verdad, se me había olvidado por completo que
teníamos una audiencia –comentó, haciendo un gesto despreocupado con la mano.-
Bien, supongo que puesto que estaba acordado y están aquí, procederemos a ello
– añadió, como si ellos no estuviesen presentes mientras se levantaba para
cumplir lo que había dicho.
Algo atrapó la atención de Lyselle. Incapaz de moverse por
alguna extraña razón, percibió por el rabillo del ojo como a su lado, Edwing se
tensaba y la fuerza de su cuerpo se trasladaba a sus puños, tan fuertemente
apretados que por un momento pensó que le sangrarían las palmas de las manos.
El momento que transcurrió hasta que la persona que habían venido a ver se
acercó la suficiente para que la proyección de su sombra se abatiera sobre
ambos, engulléndolos completamente en la leve penumbra de su cuerpo, penetrando demasiado en el espacio vital y cerniéndose
como una rapaz sobre su presa.
Impertérrito los observaba a ambos, y lo mismo hicieron
ellos, sólo que la curiosidad con que los tres se estudiaban no era revestida
de misma manera. La del rey era descarada y autoritaria, la de Edwing era levemente
reverencial y contenida al saberse supeditado a la decisión de ese hombre, y la
de Lyselle… la de Lyselle pulsaba bajo sus venas, latía en impulsos que
clamaban para que levantase los ojos que no sabían que tenía plantados en el
suelo, y encontrase una respuesta que extrañamente ansiaba conocer. Pero el
recuerdo de lo ocurrido en el jardín seguía vívido, y la imagen de la espada de
cristal quemaba a piel la advertencia que decía que se contuviera de ceder a la
curiosidad… Y como siempre, sobreponiéndose a la advertencia con el descaro de
la adolescencia por la que aún transitaba, alzó la cabeza orgullosamente,
sintiéndose valiente de repente, no deseando que su voluntad estuviese
supeditada a nadie que la ninguneara. Y al hacerlo, la espada que llevaba en la
mano, cayó irremediablemente sobre el suelo, ahogando una exclamación de
sorpresa en el proceso. Pues allí, ante ella, se hallaban los mismos ojos
blancos a los que anteriormente había mirado. La misma forma, la misma
tonalidad, el mismo sentimiento… Unos
ojos que en preciso momento en que se conectaron con los suyos, empezaron a
verse inundados de una violenta tormenta de torbellinos oscuros que tras varios
instante empezaron a difuminarse en la retina del rey, volviendo la coloración
de los iris de color gris.
Un estrépito se adueñó de la sala. El ruido de espadas
desenvainándose se escuchó y resonó el sonido de decenas de pasos adelantándose
e irrumpiendo en la escena desde las recónditas esquinas de la estancia,
guardias reales hasta entonces invisibles, mas a una seña de Mulcrey ambos
detuvieron la apenas iniciada acometida y se mantuvieron expectantes con las
espadas en alto. Varias voces se distinguieron al surcar el aire hablando a la
vez entre el estruendo.
-Lyselle, ¿estás…
-No puede ser.
-¿Tú?
Un batir de alas centró entonces la atención de todos los
presentes, alas que pertenecían a un dragón plateado demasiado bien conocido
para alguno de los presentes. Le vieron atravesar la cúpula de cristal, como si
fuera apenas un espectro y elegantemente aterrizó en uno de los extremos de la
sala, las majestuosas alas extendidas y dirigió una mirada al rey y a la chica
antes de avanzar hacía ambos. Llegó a la altura de ambos solemnemente, y sin
pronunciar palabra, su forma empezó a desdibujarse hasta diluirse finalmente en
un revoltijo plateado, danzando alrededor de los dos, envolviéndolos en una
calidez totalmente distinta a la imperante, y entonces, súbitamente, el flujo
en que se había convertido el dragón se alzó sobre las cabeza de todos los presentes
y estalló bajo la misma cúpula del palacio, convirtiéndose en una radiante
lluvia que se dividió en tres partes diferentes tomando rumbos definidos: uno
fue a parar a la abandonada espada sobre el suelo, refulgiendo al entrar en
contacto, otro hizo blanco en el pecho del rey, penetrando en su interior y el
último hizo lo mismo en el suyo, experimentando una serenidad y bienestar que
renovó sus fuerzas, otorgándole una seguridad renacida.
El crepitar de la energía absorbida se disipó finalmente, y
silencio hizo acto de presencia entre los anonadados guardias y un no menos
dubitativo vampiro.
-¿Qué ha pasado? – consiguió formular al fin,
sobreponiéndose.
-Eso quisiera saber yo –contestó el rey.
-Sabéis de sobra el significado de todo esto, señor –intervino
nuevamente Mulcrey.
-Es imposible, Mulcrey, ¡es una humana! –aclaró
desdeñosamente.
Un gruñido llegó a los oídos de todos los presentes, antes
de que el príncipe arremetiera contra el dragón. Aunque no fue muy lejos. A un
gesto de su mano, una barrera se materializó impidiéndole el paso. Los guardias
recobraron su movilidad, abalanzándose sobre él, al entender el gesto como una
amenaza para con su rey, y una vez más, el jefe de la guardia los detuvo
autoritariamente.
-¡Deteneos! No representa una amenaza, no va armada y hemos
requisado su montura. Además, creo que se le debe una explicación, ¿no le
parece señor?
-Las tradiciones draconianas no les incumben a los foráneos,
Mulcrey. ¿O acaso lo has olvidado? No te extralimites de tus funciones.
-Sé perfectamente lo que hago. Y valga decir, que el tema que nos atañe aquí
es algo casi de demonio público. Además, déjeme recordarle una cosa.
-¿Cuál?
-Esta chica acompaña al príncipe Edwing, y no creo que lo
haga porque sean hermanos. ¿No es cierto, príncipe?
-Es mi prometida – repuso el vampiro, el aplomo y la
dignidad recuperados, rivalizando el tono de voz con su casi homólogo.
Una afirmación por otro lado, que le valió una mirada
desconcertada, recriminatoria y ofendida de la ausente chica que reaccionó mágicamente
a esas palabras. Iba a replicar, pero advirtió en los ojos de Edwing la
negativa.
-¿¡Qué!? – pronunciaron atónitos los otros dos.
-Es mi prometida, ¿hay algo malo en ello?
-¡Eso es imposible! –espetó furioso el rey.
-¿Lyselle? – se dirigió a ella entonces.
-Así es, lo estamos.
-Pero no hay ninguna duda de que ella es… La espada, la
vinculación…
-Es imposible, no puede ser, debe haber algún error… Y de
todas formas, ¿cómo ha llegado una humana a este mundo? ¡Su presencia no está
permitida en este mundo!
-¿Qué problema tienen su graciosa majestad y sus súbditos
con los humanos? – se inmiscuyó un nada comedido vampiro, al parecer olvidada
la razón por la cual se hallaba allí y a quién se dirigía.
-Ninguno, salvo que son seres inferiores indignos de contaminar
este lugar.
La respuesta enfureció al vampiro, quien embravecido se
lanzó contra la barrera, y lejos de repelerle, la atravesó, exhibiendo los
colmillos de manera amenazante, aunque enseguida se percataron todos, que al
menos de momento no tenía intención de atacar.
-¿Acaso te crees tú mejor que ellos?
-¿Acaso no lo eres tú también? – le devolvió astutamente el
mayor la jugada.
-Príncipe, alteza, creo que tenemos una situación entre
manos peligrosamente cerca de escapársenos de las manos. Les sugiera que se
dejen de pullas, y se centren en el tema que nos ocupa. No creo que las
discrepancias y el choque de egos, ayude a la señorita a entender lo que le
acaba de ocurrir.
Fueron las palabras mágicas. Se giraron para ver a una
nerviosa chica, cuyas manos sobre el pecho le temblaban.
-Guardias, retomad vuestras tareas – tronó el dragón.
Ninguno objetó la orden. Haciendo una reverencia, todos
comenzaron a abandonar el lugar por una puerta lateral que acababa de abrirse,
etéreos y silenciosos. Todos salvo uno.
-Discin, tú también –reprendió Mulcrey.
-Soy tu segundo al cargo, y es obvio que nuestra visita a
estado a punto de…
-Discin, ¿te vas por las buenas o por las malas?
Mordiéndose los labios y chirriando los dientes de rabia,
hizo una reverencia y el también salió, cerrando la puerta tras de él.
-De acuerdo, sugiero que se sienten, esto va a ser algo
complicado de explicar.
-No veo muchas sillas por aquí –constató lo obvio Edwing.
-Inteligente observación, no me habría dada cuenta sin ella.
-Señores…
-Vamos a mi despacho.