Reflejos XIII (1ª Parte)






Una intensa luz les cegó al traspasar el umbral, y no habían tenido tiempo de recuperarse cuando se vieron  imbuidos casi al instante del aire ceremonial que invadía cada rincón de la sala recién descubierta.  Notaron la frialdad glacial que imperaba, y tras recuperarse de la cegadora luminosidad,  se percataron de la causa del frío. Toda la arquitectura estaba hecha de hielo: techos, vigas, pilares, suelos, paredes... Todo estaba construido y tallado en translúcido hielo.

-Vaya, vaya, vaya, ¿a quién tenemos aquí? –la sarcástica voz interrumpió la contemplación casi anonadada de los recién llegados.

Ambos dirigieron al unísono la mirada a la persona responsable de la pregunta, captando enteramente su atención.  Ante ellos, sentado en un trono de geometrías imposibles y decorado con carámbanos de infinitas formas se hallaba un hombre cuyos ojos relucían en las penumbras que ocultaba parcialmente sus rasgos, aunque la cara de aburrimiento con que los miraba era más que evidente. Descasaba la barbilla sobre la palma de la mano, cuyo brazo, de amplios bíceps se marcaba ostensiblemente bajo las manga de la casaca que llevaba, asentado sobre el apoyabrazos izquierdo en forma de ala le daba un aire hastiado y levemente amenazante al estar sobre un estrado un par de metros sobre ellos.

-El príncipe Edwing Osbert de Neilane y su acompañante, la señorita Lyselle –anunció entonces Mulcrey, cuadrado ante su señor.

-Ah, es verdad, se me había olvidado por completo que teníamos una audiencia –comentó, haciendo un gesto despreocupado con la mano.- Bien, supongo que puesto que estaba acordado y están aquí, procederemos a ello – añadió, como si ellos no estuviesen presentes mientras se levantaba para cumplir lo que había dicho.

Algo atrapó la atención de Lyselle. Incapaz de moverse por alguna extraña razón, percibió por el rabillo del ojo como a su lado, Edwing se tensaba y la fuerza de su cuerpo se trasladaba a sus puños, tan fuertemente apretados que por un momento pensó que le sangrarían las palmas de las manos. El momento que transcurrió hasta que la persona que habían venido a ver se acercó la suficiente para que la proyección de su sombra se abatiera sobre ambos, engulléndolos completamente en la leve penumbra de su cuerpo,  penetrando demasiado en el espacio vital y cerniéndose como una rapaz sobre su presa.   

Impertérrito los observaba a ambos, y lo mismo hicieron ellos, sólo que la curiosidad con que los tres se estudiaban no era revestida de misma manera. La del rey era descarada y autoritaria, la de Edwing era levemente reverencial y contenida al saberse supeditado a la decisión de ese hombre, y la de Lyselle… la de Lyselle pulsaba bajo sus venas, latía en impulsos que clamaban para que levantase los ojos que no sabían que tenía plantados en el suelo, y encontrase una respuesta que extrañamente ansiaba conocer. Pero el recuerdo de lo ocurrido en el jardín seguía vívido, y la imagen de la espada de cristal quemaba a piel la advertencia que decía que se contuviera de ceder a la curiosidad… Y como siempre, sobreponiéndose a la advertencia con el descaro de la adolescencia por la que aún transitaba, alzó la cabeza orgullosamente, sintiéndose valiente de repente, no deseando que su voluntad estuviese supeditada a nadie que la ninguneara. Y al hacerlo, la espada que llevaba en la mano, cayó irremediablemente sobre el suelo, ahogando una exclamación de sorpresa en el proceso. Pues allí, ante ella, se hallaban los mismos ojos blancos a los que anteriormente había mirado. La misma forma, la misma tonalidad, el mismo sentimiento…  Unos ojos que en preciso momento en que se conectaron con los suyos, empezaron a verse inundados de una violenta tormenta de torbellinos oscuros que tras varios instante empezaron a difuminarse en la retina del rey, volviendo la coloración de los iris de color gris.   

Un estrépito se adueñó de la sala. El ruido de espadas desenvainándose se escuchó y resonó el sonido de decenas de pasos adelantándose e irrumpiendo en la escena desde las recónditas esquinas de la estancia, guardias reales hasta entonces invisibles, mas a una seña de Mulcrey ambos detuvieron la apenas iniciada acometida y se mantuvieron expectantes con las espadas en alto. Varias voces se distinguieron al surcar el aire hablando a la vez entre el estruendo.

-Lyselle, ¿estás…

-No puede ser.

-¿Tú?

Un batir de alas centró entonces la atención de todos los presentes, alas que pertenecían a un dragón plateado demasiado bien conocido para alguno de los presentes. Le vieron atravesar la cúpula de cristal, como si fuera apenas un espectro y elegantemente aterrizó en uno de los extremos de la sala, las majestuosas alas extendidas y dirigió una mirada al rey y a la chica antes de avanzar hacía ambos. Llegó a la altura de ambos solemnemente, y sin pronunciar palabra, su forma empezó a desdibujarse hasta diluirse finalmente en un revoltijo plateado, danzando alrededor de los dos, envolviéndolos en una calidez totalmente distinta a la imperante, y entonces, súbitamente, el flujo en que se había convertido el dragón se alzó sobre las cabeza de todos los presentes y estalló bajo la misma cúpula del palacio, convirtiéndose en una radiante lluvia que se dividió en tres partes diferentes tomando rumbos definidos: uno fue a parar a la abandonada espada sobre el suelo, refulgiendo al entrar en contacto, otro hizo blanco en el pecho del rey, penetrando en su interior y el último hizo lo mismo en el suyo, experimentando una serenidad y bienestar que renovó sus fuerzas, otorgándole una seguridad renacida.

El crepitar de la energía absorbida se disipó finalmente, y silencio hizo acto de presencia entre los anonadados guardias y un no menos dubitativo vampiro.

-¿Qué ha pasado? – consiguió formular al fin, sobreponiéndose.

-Eso quisiera saber yo –contestó el rey.

-Sabéis de sobra el significado de todo esto, señor –intervino nuevamente Mulcrey.

-Es imposible, Mulcrey, ¡es una humana! –aclaró desdeñosamente.

Un gruñido llegó a los oídos de todos los presentes, antes de que el príncipe arremetiera contra el dragón. Aunque no fue muy lejos. A un gesto de su mano, una barrera se materializó impidiéndole el paso. Los guardias recobraron su movilidad, abalanzándose sobre él, al entender el gesto como una amenaza para con su rey, y una vez más, el jefe de la guardia los detuvo autoritariamente.

-¡Deteneos! No representa una amenaza, no va armada y hemos requisado su montura. Además, creo que se le debe una explicación, ¿no le parece señor?

-Las tradiciones draconianas no les incumben a los foráneos, Mulcrey. ¿O acaso lo has olvidado? No te extralimites de tus funciones.

-Sé perfectamente lo que hago. Y  valga decir, que el tema que nos atañe aquí es algo casi de demonio público. Además, déjeme recordarle una cosa.

-¿Cuál?

-Esta chica acompaña al príncipe Edwing, y no creo que lo haga porque sean hermanos. ¿No es cierto, príncipe?

-Es mi prometida – repuso el vampiro, el aplomo y la dignidad recuperados, rivalizando el tono de voz con su casi homólogo. 

Una afirmación por otro lado, que le valió una mirada desconcertada, recriminatoria y ofendida de la ausente chica que reaccionó mágicamente a esas palabras. Iba a replicar, pero advirtió en los ojos de Edwing la negativa.

-¿¡Qué!? – pronunciaron atónitos los otros dos.

-Es mi prometida, ¿hay algo malo en ello?

-¡Eso es imposible! –espetó furioso el rey.

-¿Lyselle? – se dirigió a ella entonces.

-Así es, lo estamos.

-Pero no hay ninguna duda de que ella es… La espada, la vinculación…

-Es imposible, no puede ser, debe haber algún error… Y de todas formas, ¿cómo ha llegado una humana a este mundo? ¡Su presencia no está permitida en este mundo!

-¿Qué problema tienen su graciosa majestad y sus súbditos con los humanos? – se inmiscuyó un nada comedido vampiro, al parecer olvidada la razón por la cual se hallaba allí y a quién se dirigía.

-Ninguno, salvo que son seres inferiores indignos de contaminar este lugar.

La respuesta enfureció al vampiro, quien embravecido se lanzó contra la barrera, y lejos de repelerle, la atravesó, exhibiendo los colmillos de manera amenazante, aunque enseguida se percataron todos, que al menos de momento no tenía intención de atacar.

-¿Acaso te crees tú mejor que ellos?  

-¿Acaso no lo eres tú también? – le devolvió astutamente el mayor la jugada.

-Príncipe, alteza, creo que tenemos una situación entre manos peligrosamente cerca de escapársenos de las manos. Les sugiera que se dejen de pullas, y se centren en el tema que nos ocupa. No creo que las discrepancias y el choque de egos, ayude a la señorita a entender lo que le acaba de ocurrir.

Fueron las palabras mágicas. Se giraron para ver a una nerviosa chica, cuyas manos sobre el pecho le temblaban.

-Guardias, retomad vuestras tareas – tronó el dragón.

Ninguno objetó la orden. Haciendo una reverencia, todos comenzaron a abandonar el lugar por una puerta lateral que acababa de abrirse, etéreos y silenciosos. Todos salvo uno.

-Discin, tú también –reprendió Mulcrey.

-Soy tu segundo al cargo, y es obvio que nuestra visita a estado a punto de…

-Discin, ¿te vas por las buenas o por las malas?
 
Mordiéndose los labios y chirriando los dientes de rabia, hizo una reverencia y el también salió, cerrando la puerta tras de él.

-De acuerdo, sugiero que se sienten, esto va a ser algo complicado de explicar.

-No veo muchas sillas por aquí –constató lo obvio Edwing.

-Inteligente observación, no me habría dada cuenta sin ella.

-Señores…

-Vamos a mi despacho.
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