Reflejos X (Primera parte)

Cabizbajo, atravesaba la ancha y concurrida avenida, una de las arterias principales de la capital y extrañamente, su mente no dejaba de darle vueltas al consejo del general. Ahora que la irritación del momento había dado paso a una objetividad práctica y clarificadora, las palabras del militar acudían una y otra vez a él. Ocultaban algo, algo determinante, pero por más que se repetía la frase, más desconcertado se sentía. ¿Tenía que tomarlo en el sentido literal o metafórico? La oración era lo suficientemente clara para que no contuviese nada críptico en ella, pero aún así…. De lo que no le cabía ninguna duda, era que se refería a su padre. Aunque tal vez sólo fuese una defensa a éste, y se estuviese comiendo la cabeza con algo banal e insignificante….

Bufó exasperado, ante la irritante sensación de ser una marioneta cuyos hilos eran movidos según la voluntad de algo mayor y desconocido, manipulándolo según se desarrollaban los acontecimientos. Y era frustrante saberlo y no poder hacer nada ante lo invisible, era como hacer sprint contra el abismo.

Ensimismado en sus funestas predicciones, permanecía ajeno a los leves cuchicheos que suscitaba su paso distraído entre las atestadas calles, hasta que las cavilaciones y distracciones cesaron, siendo suplantadas por la penetrante impresión de que era el centro de bastantes miradas. Oteó alrededor y comprobó la veracidad de la sospecha.

Varias personas le rodeaban, sorprendidas y curiosas, examinándole ceñudamente, comentando cosas en voz tan baja que el sonido desaparecía sin alcanzar sus oídos, rodeados a su vez de una multitud molesta a causa del impedimento que éstos a poder continuar sus quehaceres respectivos. Pronto el interés de todos los presentes recayó sobre él, creando una conmoción aún mayor.

Impertérrito, detuvo el entorpecido paso entre el tumulto, y se quedo plantado allí flemáticamente, a la espera, dejándoles asimilar su presencia antes de poder continuar. Y deseaba que acabasen pronto, porque en situaciones similares a esa, sabiéndose el centro de atención, por muy calmada que fuese la fachada exterior, internamente se sentía violento. Odiaba advertirse en el ojo del huracán, teniéndole aversión a las multitudes, sintiéndose entre agobiado y asqueado ante las inquisitivas miradas de los presentes, algunas reverenciales, mitificándole y adulándole como a un dios, y otras de hipócrita reverencia. Tantos sentimientos concentrados le desbordaban, incapaz de asimilarlos o empatizar con ellos, induciéndole un malestar creciente en la boca del estómago, y un abrumador ahogamiento que le asfixiaba los pulmones. Aborrecía lo que era y lo que representaba, y aún así, protegería a toda aquella gente con la firme convicción de las promesas hechas a sí mismo, y a aquellas personas que habían depositado su fe en él. Porque aunque algunos fuesen hipócritas, no todos eran iguales ni se merecían la suerte que les podría deparar el yugo de la derrota ni las ambiciones o aspiraciones de Zeeg. Porque no estaba dispuesto a permitir que gente inocente en ese conflicto perdiera lo que él había perdido, ni consentiría hacerles sentir el mismo dolor inconsolable que le infligieron a él. No, podría odiar a toda aquella gente por su curiosidad mal disimulada, la inexistente confianza en sus gestiones, o las mofas suscitadas entorno a cualquier cosa referida a su persona, pero mientras estuviese en su mano, impediría que la gente perdiese los que les era importante, porque nadie se merecía sufrir un dolor semejante. Porque era su deber y su palabra, y éstos eran sagrados.

Algo le asió repentinamente del bajo de la gabardina, clamando exigiendo su atención, con suaves tirones, y el sutil movimiento repudió al desasosiego a favor de la curiosidad. Centró la atención en el motivo, uno que escasamente levantaba un metro del suelo y le miraba inocentemente sin fingida precaución, los ojos oscuros totalmente abiertos, un brillo de honesta curiosidad en ellos. Debía rondar los seis o siete años de edad.

Entre cuchicheos cohibidos, se agachó hasta quedar a la altura de la intrusa causante, olvidando a la expectante audiencia, amortiguándose los sonidos de fondo hasta desaparecer completamente, relegándolos y aislándolos, quedando sólo en el improvisado escenarios ellos dos.

En silencio, se estudiaron mutuamente. Ella gesticulando puntual y graciosamente, reflejando lo que pensaba en las expresiones, y él inevitablemente divertido como consecuencia de la situación. Al menos, la pequeña niña que tenía frente a él era cristalina como el agua de los lagos, nada ocultaba bajo la frágil y sincera apariencia, el reflejo de la infancia que demasiado pronto se perdía al enfrentarse y darse de bruces contra el cruel mundo de los adultos que éstos, tanto se jactaban en comprender y hacer recordar a los niños que nada sabían ni comprendían de la vida, tratándoles de ignorantes. Si al crecer muchos conservaran esa pureza de espíritu, los cimientos del mundo en que vivían y del reino en el residían no estarían temblando en precario equilibrio.

Tal vez si pudiera protegerlos y hacerse valer, pensó, se ganaría el respeto y la confianza para hacerles ver que había otras formas de ver el mundo, y también de hacerlo con los que consideraban inferiores… Tal vez si demostraba su valía como líder y se ganaba la confianza de los súbditos podría hacerles ver que… que las arraigadas costumbres cambiaran, abrir un nuevo horizonte en la política del reino, unificar las creencias y los mundos… Tal vez, en ese caso, los sueños dejasen de ser sueños y él tuviese la fuerza y el apoyo necesario para impulsarlos… Sólo si tal vez… fuese algo realista, y no una utopía ni una fantasía de un príncipe joven, ingenuo e inexperto. Pero al menos, lo intentaría, sabiendo que hay sueños imposibles que ni en una pequeña eternidad es posible alcanzar sin cejar en el empeño de intentarlo. Y mucha de esa determinación la había descubierto recientemente.

-¿De verdad tu eres el príncipe Edwing? – preguntó la niña finalmente, trayéndole de vuelta de sus propias divagaciones.

Algunos comentarios reprobatorios debido a la falta de respeto de la cría se alzaron de entre los presentes, desdeñosos. Pero al aludido no le importó, al fin y al cabo, esas distinciones estúpidas, el trato preferente y la pleitesía obligada formaban la base de la envidia que conducía a las desigualdades físicas o psicológicas, al descontento y a los conflictos. Muchas veces las aceptaba, sin exhibir la reticencia que le provocaban, pues entre las altas esferas, el hacerse referir adecuadamente era la única manera de permanecer vinculado a éstas, muestras de autoridad al recordar constantemente así quien estaba por encima sin perder el estatus. Pero las lisonjas quedaban aparcadas para los adultos, se regodeó la rebeldía que tan bien solía mantener bajo férreo control.

-¿Tú qué piensas?- contestó muy seriamente, ocultando la diversión provocada por la duda y la incredulidad de que él realmente fuese quienes comentaban los mayores que era, y no dudase en hacérselo saber.

-¿De verdad te llamas Edwing?

-Sí. ¿Y tú?

-Azalea.

-La fragilidad, la pasión y la templanza.

-¿Eh?

-Tu nombre es una flor, y simboliza todo eso.

-¿De verdad?-expresó maravillada.

-Sí.

-Nunca me había gustado… -confesó vergonzosamente, cambiando rápidamente de estado de ánimo.

-¿Por qué? A mí me gusta – comentó desinteresadamente, encogiéndose de hombros.- Son cosas buenas que a muchas personas les gustaría tener.

-¿Qué es la templanza?

-Tener cuidado con lo que haces algunas veces, o también ser una persona que piensa antes de actuar. Depende.

-Ahhhhhhhh. ¿Pero la fragilidad no es mala? Eso dice mi mamá…

-A veces sí, y a veces no. Por ejemplo ahora, ¿por qué crees que te protegen?

-¿Porque son mis papás y me quieren?

-Y porque cuando somos pequeños, todos somos frágiles. Frágiles pero a la vez valientes. Tememos lo desconocido pero aún así no paramos de buscarlo. Los padres nos protegen de nuestra fragilidad para que crezcamos y aunque no la abandonemos, aprendemos a saber vivir junto a ella. No es mala tenerla de vez en cuando.

-Pero…

-Recuerda, tu nombre también incluye la pasión, las ganas de hacer las cosas, de conocerlo todo… Tú misma puedes elegir lo que quieres ser: ¿la pasión, la templanza o la fragilidad?

-No lo entiendo…

-No pasa nada, lo harás cuando vayas aprendiendo de lo que hay a tu alrededor. Pero no juzgues por lo que los otros dicen, experiméntalo y decide si es así la forma en la que quieres ser. A mí no me parece mala la fragilidad, porque al fin y al cabo, lo compensarás con la pasión de vivir que apenas estás empezando a descubrir.

-¿Puedo serlo todo a la vez?

-Claro, nunca te reprimas. Aunque a veces sientas muchas cosas y sea confuso, llegará un momento en que te maravillará la capacidad de sentir todo eso.

-Ah… -aceptó dubitativa, procesando lo que le había dicho.- ¡Jo! ¡No vale! – exclamó enfadada de repente, cruzándose de brazos.

-¿El qué?

-Me dices cosas difíciles que no entiendo. ¡Seguro que es porque no me quieres contestar!

-Te equivocas, eres tú la que no me ha contestado. Dime, ¿crees que puedo ser el príncipe?

-Yo pregunté primera.

-Es verdad, pero sería un honor para mí que me contestaras tú antes.

-¿No te vas a reír aunque te parezca una respuesta tonta?

-Nunca me reiría de algo así. Además, yo también soy un tonto.

-¿Por qué?

-¿Ves todo esa gente mirándonos? Deben pensar que somos tontos por hablar en mitad de la calle de cosas así, que no les parecen importantes – explicó, moviendo la mano en un discreto gesto abarcando a la concurrencia.

-¿Y no tienen razón?

-No, porque conocer a alguien es una de las cosas más importantes de la vida. Y ahora, tú y yo, nos estamos conociendo. ¿Qué más da dónde estemos o cómo lo hagamos? Todas las opiniones merecen ser tomadas en cuenta con igual respeto.

-Mi papá dice que sólo digo tonterías, y que tengo cosas raras en la cabeza…

-Pájaros.

-¡Eso! ¿A qué se refiere?

-Que deseas cosas imposibles o inservibles… para eso sólo se lo parece a él. ¿Tú crees en ellas?

-¡Claro!

-Entonces búscalas e intenta conseguirla a fin de demostrarle lo contrario. Aunque sabes, el mío también lo dice de mí, y me da igual. Si él no me quiere escuchar ni creer en mí, alguien habrá que sí. Por ejemplo, ¿te parece que digo tonterías que te molesta escuchar?

-No… Pero dices cosas complicadas…

-Perdóname, a veces olvido que hablo como un viejo amargado. ¿Lo harías?

-Sí… ¿Y a ti de verdad no te importa perder el tiempo conmigo, que soy pequeña?

-En absoluto – protestó, deslumbrándola con una sincera sonrisa que hizo que se pusiera roja y desviar la mirada aturdida.

-No… No sé si lo eres, pero me gustaría que lo fueses – contestó la pregunta al fin, sin atreverse a mirarle de frente.

-¿Por qué?

-Porque eres guapo…

-¿Sólo eso? – quiso saber, fingidamente dolido.- Que decepción…

-No… no… de verdad pareces un príncipe. Eres… simpático y amable… y… todo lo que los príncipes de los cuentos que leo son… Aunque sino lo fueses, me daría igual, para mi si lo serías.

-Entonces, te diré un secreto.

-¿Cuál? –preguntó intrigada.

Inclinándose levemente, cerró el espacio entre ambos hasta llevar los labios a su oído derecho.

-Sí, soy el príncipe Edwing.

-¿De verdad? ¡Lo sabía!–exclamó emocionada.

-¡Chist! – la mandó callar- Es un secreto.

-¿Y tienes ya princesa? – curioseó bajando la voz a fin de que sólo él lo oyera.

-Mmmm…. ¿Me prometes que no se lo contarás a nadie? Esto es muy importante para mí, y no quiero que nadie salvo tú lo sepa. Será un secreto entre los dos.

-¡Sí! Lo haré, lo intentaré.

-Algo así no se puede sólo intentar… -comentó apesadumbrado, dudando, y alejándose.

-¡Lo prometo! ¡De verdad, de verdad de la buena!

-Vale, confiaré en ti. No me decepciones, aunque sé que no lo harás –le guiñó el ojo en complicidad.- Sí, la tengo.

-Ohhhhhhhh, ¿y es guapa?

-Aunque los demás piensen distinto, para mí es la más guapa de todas. Pero cuando quieres alguien, no le quieres sólo por su belleza. Aunque fuese la bruja del pantano, la querría igual, por el mero hecho de ser como es.

-¡Qué envidia! ¡Yo también quiero un príncipe como tú!

-Estoy seguro que un día lo encontrarás.

-Quiero que sea como tú.

-Me empezaba a preguntar a qué se debía el retraso.

Ambos se giraron a conocer la apariencia de la intrusa, que avanzaba serenamente entre la aglomeración directamente hacía ellos. La mujer, delgada como un suspiro, centró todos los ojos en ella, que los ignoró con un aplomo y serenidad innatas, desenvolviéndose en una calma que emanaba de ella, ante la que los demás le cedían el paso servicialmente.

-Hola, Azalea, príncipe Edwing – inclinó la cabeza a modo de saludo.

-Hola – respondieron los dos al unísono, observando cómo cerraba los últimos pasos hasta llegar hasta ellos.

-Y bien Azalea, ¿qué argumentarás como causa de tu tardanza? –la amonestó.

La cara de la niña, se contrajo al no entender lo que le pedía.

-Quiere saber porqué llegas tarde – le chivó Edwing por lo bajo, intentando que Alodie no se enterara.- Dile que te encontraste un búho –sugirió improvisando.

-Me encontré con un búho.

-Ya, claro. ¿Y dónde está el pobre animalito? ¿Le espantaron vuestras malas excusas?- pasó los ojos de uno al otro, una sonrisa sarcástica pintada en la cara.

-Me encontré con él - confesó.

-Eso ya lo puedo ver.

-Estuvimos hablando.

-Es verdad – la apoyó el aludido.

-Eso no es ninguna justificación, pero por esta vez, viendo que sois dos contra uno, lo dejaré correr. Anda vamos, vos también príncipe Edwing, ya que deduzco que iba de camino a hacerme una visita.

-Así es – reconoció el chico poniéndose de pie.

-Pues en marcha – ordenó Alodie, buscando entre el gentío a la madre de la niña.
Al momento, como invocada por arte de magia, los tres observaron emerger de la gente que ya se había comenzado a dispersar a una mujer de mediana edad, una expresión de grandilocuencia pintada en su refinado y anguloso rostro. Vestía elegantemente, y el caminar denotaba que pertenecía a alguna de las familias aristocráticas.

Mientras adelantaba a ambos se acercó a Alodie junto a la cual inició la marcha intercambiando frases corteses en el proceso, Edwing caviló en el leve reconocimiento que se despertaba en su interior. Había visto a esa mujer en algún lado, algo en ella le era familiar, y estaba claro que por la actitud manisfestada pertenecía a los círculos influyentes que frecuentaban la corte, pero la precisión de su nombre y rango exacto se le escapaban.

-¿Vamos? – le recordó la niña, sacudiendo la gabardina, despertándole.

-Vamos… Pero…

-¿Qué pasa?

-No sé dónde vamos. ¿Serías tan amable de guiarme tú? – pidió extendiendo la mano.

-Claro – respondió ella el gesto, sonriéndole infantilmente, y cogiendo la mano ofrecida, iniciando el camino hacia el lugar de la capital desde donde Alodie organizaba las unidades bajo su mando.

Sonreía complacido y a gusto de la compañía de la cría, cuando le pareció atisbar como la que debía ser su madre, delante de ellos, giraba la cabeza apenas un instante y le miraba fríamente. Eso le confirmó dos cosas: que al menos una vez se habían encontrado en algún lugar, y que no gozaba de las simpatías de la mujer. Ignorándola, se dejó llevar por la animada conversación de la niña, que al contrario que la mayor, no veía ningún problema en decir todo lo que le pasaba por la cabeza.
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