Reflejos VIII (Tercera Parte)

Las cacofonías reverberaron tiempo después en las paredes, anticipando el movimiento de la puerta, revelando la menuda y femenina silueta del umbral. Una que renuentemente había aceptado las excusas del chico de labios del mayordomo, quien alegó que otras preocupaciones le requerían. Dudosa, pensó que debía referirse a asuntos personales en los que ella no tenía ningún derecho a entrometerse. No obstante, tras varias horas vagando por el desconocido palacio, y al no encontrarle, la preocupación empezó su inexorable avance. El instinto entonces le insinuó el posible rincón dónde tal vez podría encontrarle, y al interrogar a Ekain al respecto, éste no desmintió que allí era dónde le había dejado tiempo atrás. Tras indicarle la localización, se encaminó a su rumbo y efectivamente lo encontró. Dispuesta a acompañar su entrada con algún comentario ingenioso, sus palabras murieron en sus labios al percatarse de la desnuda postura rígida y del ambiente asfixiante y tétrico de la sala.

-¡Edwing! ¿Te encuentras bien? –preguntó preocupada, acercándose hasta él.

La mirada vidriada y fija empezó a procesar sus alrededores, reconociéndola, pero no fue hasta que sus dedos rozaron su brazo que saltó, esquivo como un gato.

-No te acerques – dijo amargamente.

-¿Pero qué…. – se interrumpió a media frase.

Echando un vistazo a lo que los rodeaba, probó a buscar pistas que le diesen alguna idea de lo que le ocurría. Nada raro, salvo el hecho de que él estaba desnudo, temblando ligeramente, la luz de la antorcha y las diferentes velas esparcidas reflejándose en la húmeda piel. Magnífico pensó, deleitándose ante la perfección de su cuerpo al natural, de la belleza angelical de sus facciones en contraste con el cuerpo de hombre que exhibía. La necesidad de tocarle la embargó. Algo que si no hubiese sido por la reticencia manifestada previamente no habría dudado un instante en hacer.

Volvió a intentar aproximarse a él, y al mirarle de frente, captó algo indescriptible en aquel azul insondable que era su mirada.

-No vengas –gruñó.

Firme y resolutivamente, rebelándose a la orden y olvidada la inseguridad personal, avanzó, dispuesta a encontrar una explicación a su comportamiento. Quedando frente a él, le agarró la cara con las manos, más fría de lo que ella recordaba, buscando la intimidad cómplice propicia al intercambio de secretos. Él intentó apartarlas, forcejeando con una fuerza que ignoraba que poseía, mas no cejó en su empeño ni cedió a la pretensión.

-¿Qué te pasa? –reintentó ella.

-No me toques – ordenó autoritariamente, voz de mando, los dientes chirriando.

-¿Por qué?

-Te mataré si lo haces.

Aquella contundencia la sobresaltó, pero no se dejó intimidar. Realmente la intrigaba el extraño comportamiento, y si quería que ella confiara en él como le pidió en el jardín, más valía siguiese su propio consejo.

-No, no lo harás- expresó con convincción.

-¿Cómo puedes estar tan segura?

-Sé que no eres un asesino.

-Te equivocas, sí soy un asesino –recalcó la afirmación.

-¿De qué estás hablando? – lejos de amedrentase, pretendía saber a qué se debía su declaración.

-Yo… maté a una mujer… antes…. No le di oportunidad alguna… estaba indefensa…. –susurró aturullado al borde de la exasperación, cediendo poco a poco.

-Eres mejor que eso, seguro que…

-¡No, no lo soy! –exclamó. -¿No lo entiendes? Podría matarte a ti con la misma facilidad, a traición, deslealmente… Antes de que pudieses parpadear tendría tu sangre empapando mis manos. –soltó completamente afligido y torturado.

Estaba a punto de rebatirle, negarle sus acusaciones cuando sintió las manos en su cintura, la gelidez de su cuerpo pegado al suyo y reparó en como apoyaba su peso contra ella antes de derrumbarse. Incapaz de sostenerle, cayeron al suelo abrazados, aterrizando en la ropa desperdigada, su cara oculta contra el pecho. De pronto, la tela del vestido se vio traspasada por la humedad. Extrañada, primero supuso que se debía al mojado cuerpo masculino, pero lo descartó al alcanzar sus oídos un sonido indescifrable. Y apartándole levemente, confirmó su sospecha. Él estaba llorando. Anonadada le acunó, incapaz de encontrar algo que decir. Estrechó su abrazo, con afán de transmitir un consuelo que ella no pensaba que necesitase, compartiendo un momento de fragilidad nacido de la indefensión y la agonía acuciantes. En ese momento su atención recayó en unos de los extremos de la camisa que le había visto ponerse antes de partir, la corbata, la gabardina… tiznadas de irregulares manchas oscuras.

-No eres un asesino – dijo, más intentando convencerse a sí misma que a él.

-Entonces, ¿de qué son esas manchas de mi ropa? – pronunció contra el vestido sin soltarla un ápice, aferrándose igual que un náufrago a un salvavidas.

Tragó saliva pesadamente, la nueva revelación golpeándola dolorosamente. Miró al chico entre sus brazos, diciéndose que alguien como él, no era capaz de aquello. ¿Pero que sabía realmente de él? ¿Y qué otra cosa podía ser lo que empañase las telas? Se sintió temblar, pero se contuvo a tiempo. Aprovechando la ocasión, la nueva realidad y revelación le arrasaron la mente cruelmente. Y notó el pánico, inspirado en la espeluznante certeza. Por primera vez, el corazón bombeó acelerado, la adrenalina del peligro llenando su torrente sanguíneo. Miedo, en la representación más clara y primordial y algo más, algo que no supo reconocer, como casi todo el torrente de nuevas sensaciones que experimentaba.

-Me da igual que me mates – aseveró sinceramente.

-Pero a mí no – y tras responderle, le vio luchar por separarse de ella.

-¿Qué haces?

-No debo tocarte….

En respuesta, apretó el abrazo, impidiéndole el escape y permitiéndole oír el latido de su corazón, recostando la mejilla contra la suavidad de su pelo.



-Esto… esto está mal… Tú eres pura e inocente, demasiado buena para alguien como yo. No puedo mancillarte o corromperte... No es justo. Tú no debes compartir la miseria de lo que yo soy – y con todo, él parecía incapaz de dejarla ir.

-No me importa nada de eso, Edwing. Es cierto, tu declaración ha sido chocante sea cierta o no, pero estoy convencida que tienes alegaciones. Pero no quiero oírlas, ni lo necesito tampoco. Estás aquí, conmigo, y eso es todo lo que me importa ahora.

-No es justo

-¿El qué?

-Todo….

Le pasmó la respuesta al no comprenderla, pero decidió que hurgar en ella le alteraría y causaría una congoja que parecía incapaz de sobrellevar en su estado actual. Y aunque lo dejase correr, en su mente seguía rondando la pregunta de qué habría causado ese alicaído y contrito humor. Era cierto, que la imagen de él esgrimiendo una espada, en posición de combate envuelto en ropa calada de la sangre de sus enemigos, y mirada de guerrero despiadado y letal pasó por delante de sus ojos, y brevemente temió al espectro de salvaje ferocidad, ajeno a todo aquello que no fuese muerte y desolación. Pero tan rápido como acudió a ella, se disipó en el ambiente. Tal vez debería mantener las distancias, o seguir el consejo de la reserva, pero la visión de su propio cuerpo cayendo inerte por la espada empuñada por una de esas manos que tan desesperadamente se aferraban a ella le produjo un extraño sosiego. ¿Era el resultado de la decepción? Difícilmente. Tal vez era satisfacción o tranquilidad… Si lo que pensara ella o su propia seguridad era su preocupación, no tenía necesidad de balancearse sobre en el abismo. ¿Pero cómo hacérselo entender? ¿Cómo podía hacerle entender sin causarle daño?

-Lyselle… -la voz ahogada quebró las tribulaciones.

-Dime.

-¿Te puedes quedar conmigo esta noche, por favor? –casi suplicó estranguladamente, evitando mirarla a los ojos.

-Claro.

Sin darse cuenta, su tren de pensamientos volvió a su estado de ánimo. ¿Qué habría ocurrido para sumirle en ese estado catatónico, en esa indefensión? Parecía tan vulnerable y desprotegido… Le recordó a un niño abandonado en la recóndita oscuridad… Fuera lo que fuese, había transcurrido en el intervalo de su última ausencia. Entonces acudió a ella uno de sus comentarios “La maté”. ¿Eso lo había desencadenado todo? ¿La conciencia? Si recapacitaba en ello fríamente, no era algo tan extraño. La amenaza de la guerra se cernía sobre el reino que él regentaba, así que probablemente tendría más víctimas en su haber. ¿Qué tenia de importante aquélla en particular? “Podría matarte a ti con la misma facilidad” ¿Ella era la causa? ¿Se planteaba él esa posibilidad? ¿Por qué? Y sin embargo, preferiría que una espada le atravesase el pecho antes que una mentira, desilusión o falsa esperanza nuevamente. Se agitó al percatarse de algo. ¿No le estaba dando excesiva importancia a todo lo que a él atañía? Demasiado aturdida, cortó súbitamente el razonamiento, desviando la atención a la figura que yacía en sus brazos, dormitando plácidamente. Sonrió, enternecida por el cuadro. Asesino o no, príncipe o súbdito, vampiro o humano, le creaba una extraña sensación en la boca del estómago. Quería protegerlo aunque no lo necesitase, y enseguida se dio cuenta que tal vez la primera cosa para hacerlo, sería despertarle y obligarle a ponerse algo de ropa, pues parecía un témpano de hielo. Instintivamente, en un toque de ternura e intimidad, le acarició la nariz, incitándole a despertar. Sobresaltado, lo contempló abrir los vidriados ojos desconcertadamente, aturdido y alerta, el cuerpo tenso.

-No pasa nada –le tranquilizó ella.- Pero estás helado, deberías vestirte.

-Mi temperatura corporal es algo baja…

-Pero no tanto…

-Perdóname –se disculpó compungido, apartándose.

-¿Por qué?

-Debo haberte congelado –le restó importancia a eso con un encogimiento de hombros.

-¿Vamos? – propuso, levantándose y tendiéndole la mano. No obstante, la estabilidad duró poco debido a las piernas entumecidas tras tanto rato sentada en el suelo. Maldijo por la humillación que suponía la torpeza en un momento así, pero pronto notó que él la había estabilizado sujetándola por la cintura.

-Creo que hoy no es mi día –comentó para aligerar la tensión. Pareció surtir efecto, pues atisbó una sonrisa comedida en él.

-El mío tampoco, la verdad.

La liberó, y observó sus elegantes movimientos al agacharse y recoger el batiburrillo de ropa del suelo y echarla en una especie de baúl del rincón haciendo una mueca, antes de dirigirse a la puerta, abrirla y cederle el paso. En un par de zancadas llegó a su altura y notó un pequeño detalle.

-¿No deberías vestirte? –le propuso tras un breve vistazo general a su cuerpo.

-No me traje la ropa.

-¿Y una toalla? ¿Para secarte?

-Creo que ya lo estoy…

-Ah, bueno….

Y rápidamente tomó la delantera y salió al pasillo, intentando ocultar el leve sonrojo que sabía que le adornaba las mejillas. Entonces cayó en que desconocía a dónde se encaminaban, por lo que detuvo el paso hasta que él la rebasó e hizo suya la iniciativa.

Tragó saliva cuando el olor de la piel masculina impregnó los alrededores, haciéndola plenamente consciente de su presencia, y que presencia… Las ondulaciones de la ancha espalda seguían el ritmo acompasado del caminar, surcada por un par de líneas incoloras. No pudo evitar examinarse las uñas, preguntándose y sospechando la causa…. Alzó la cara para comprobarlo, o al menos esa fue su intención… hasta que otra parte del cuerpo frente a ella la despistó. Allí donde la espalda perdía su nombre. Si en general todo parecía firme, aquella parte desafiaba a la gravedad. Tenía un trasero precioso, sólido como una roca, musculoso, de piel lisa y nívea, igual que las piernas. Largas y musculosas, poderosas, marcados los tendones, que destacaban y vibraban con extraña hipnosis al andar. Tan sugestionada se hallaba, que chocó contra la ancha espalda que unos segundos antes admiraba embelesada, y como con su anterior aturdimiento, él la agarró para evitar que cayese, enarcando las cejas.

-¿Estás bien?

-Sí, sí… Andaba algo ausente….

Menos mal que no perseveró…. Aunque, ¿acaso no le gustaría conocer a él que le encontraba físicamente atractivo? Porque quererle, no sabía si le quería, pero desearle… le deseaba y mucho, y eso ella antes no lo sentía por nadie, algo tan físico que jamás juzgó posible. Esa pasión desbordante y exigente que ardía en interior… ¿Pero cómo no hacerlo? Si podría estar en la portada de cualquier revista de moda, o cine, o…. Vale, no degeneraría más, se reprendió mentalmente.
Apenas había traspasado la entrada cuando ahogó un gesto de sorpresa ya que tras un breve lapso de tiempo en que los ojos se le acostumbraron a la penumbra reinante, tomó pleno conocimiento de lo que la rodeaba.

-¿Tu habitación? – preguntó maravillada.

-Sí – le contestó yendo hasta un armario de malaquita verde tallado en una de las paredes.

Aparcando el tema de abstracción favorito desvió su atención, centrándola en otras cosas, como la frágil maravilla del interior de la estancia, de paredes del azul grisáceo de los amaneceres tormentosos, similar al de sus ojos. Recorrió con la mirada alrededor, y no le pasó desapercibido el cambio gradual que el color experimentaba al azul cobalto de los cielos nocturnos invernales salpicados de estrellas rodeando las esquinas de la cama. Una cama que para el amplio espacio del dormitorio, resultaba diminuta aunque lo suficientemente ancha para albergar entre sábanas de seda y colcha de terciopelo a dos o tres personas, ocupaba uno de los laterales. Elaboradas cortinas verdosas coronaban los marcos del enorme ventanal cuyo paso franqueaba el acceso a una plataforma exterior y mitigaban la omnisciente oscuridad ayudada por una extraña antorcha invertida colgada del techo de la que salían un par de alas entre las cuales crepitaba una esfera de luz. Un escritorio de caoba ocupaba el otro rincón, desordenado gracias a los papeles esparcidos bajo un tintero cuya pluma yacía de pie, orgullosa, de forma similar a los grandes reyes abarcando sus conquistas. Junto a éste, un extraño instrumento alargado le acompañaba. Escudriñando las penumbras intentó discernir lo que era…



-¿Tienes un telescopio? – preguntó sorprendida. Él desvió su atención y enfocó lo que llamaba su atención.

-Ah, sí -confirmó la sospecha mientras continuaba vistiéndose.- Era de mi hermano, fue su particular regalo de uno de mis cumpleaños – explicó carente de emoción.

Continuó inspeccionando los recovecos hasta llegar finalmente a una pequeña estantería. Los estantes inferiores estaban ocupados por enormes láminas repletas de números, planos, mapas, pergaminos amarillentos que a contraluz exhibían una apretada caligrafía en algunos caracteres desconocidos y otros conocidos… De puntillas, echó un vistazo a los superiores. Algunas decenas de instrumentos metálicos ocupaban el espacio, peculiares y extraños algunos, y evocadoramente soñadores otros, tales como un astrolabio, un compás y un hermoso reloj de arena cuyos tallados bordes tenían forma de rosas. Lo asió y lo giró, alzándolo a la luz. Absorta, estudió la caída progresiva de los granos, formando un valle de inocentes arenas movedizas. Atisbó un reflejo metálico por el rabillo del ojo. Volteó a estudiarlo, el reloj todavía en las manos, olvidado brevemente. Frunció el ceño, no viendo bien la causa en medio de las oscuras brumas que rodeaban aquel recóndito lugar, casi como si estuviese prohibido. Estaba a punto de preguntarle, cuando él deshizo el silencio, haciéndola olvidar la inquietud.

-¿Te gusta? – dijo, señalando el reloj en su palma con la barbilla.

-Es precioso. Pero no te pega tener uno de éstos la verdad –comentó sinceramente.

-En realidad fue un regalo –aseveró, la voz suave.

-¿De quién?

-De mi madre.

Ninguno de los dos supo que decir a continuación, permitiendo al silencio instalarse cómodamente entre ambos. Pero como todos, se rompió, gracias a la curiosidad latente de la chica.

-¿Pero para qué un reloj de arena? – centró la atención en el artilugio.



-Para marcar las horas que faltaban para cumplir mi sueño.

La declaración la tomó totalmente por sorpresa, reconoció avergonzada, y la causa era que en ningún momento se planteó otra ocupación o deseo para él que el de ser príncipe… aunque él así se lo hubiese reconocido. Para ella, el hecho de aborrecer el heredar un reino se le antojaba inaudito.

-¿Cuál es tu sueño?

-Era ser pianista.

-¿Era?

-Mi padre me prohibió volverlo a tocar.

-¿Por qué?

-Era una pérdida de tiempo. Y debo reconocer que tenía razón, quitaba mucho tiempo.

-¿Y tu madre?

-Digamos que no tuvo ocasión de hacerle cambiar de idea – el tono con que respondió, le dijo que era un tema delicado, por lo que evadió el interés en la historia que sentía.

-¿Y eres feliz con eso?

A modo de respuesta, él se encogió de hombros, indiferencia en los rasgos, como si hablase de cosas intrascendentes.

-Al crecer, todos sacrificamos algo – sentenció al fin.

-¿Sabes? No tienes mucha pinta de bohemio, no te pega nada. Además, ¿aquí también se estila la música como profesión?

-No – la negativa la desconcertó.

-¿Entonces?

-Quería ser concertista de piano en tu mundo.

-¿En mi mundo? ¿Irías de aquí a allí cada día? Sería una molestia.

-Quería quedarme allí.

-¿Pero vosotros podéis vivir en cada condición en mi mundo? Quiero decir…. –le costaba hacerse entender.

-El sol nos causa un bronceado demasiado extremo como para que podamos apreciarlo. Realmente nos chamuscamos un poquito mucho.

-Eres peculiar…. –añadió azorada.

-No, mi idea era vivir allí permanentemente, y tocar sólo de noche.

-Con lo remunerado que está el oficio…

-Necesito poco para vivir, y la comida no es un problema – recordó.

-¿Y qué hubieras hecho si te exigiesen hacerlo durante las horas de sol?

-Negarme, y eso me ayudaría a crearme la reputación de extravagante que acompaña a los genios.

-Veo que para algunos la palabra humildad les es ajena….

-Todos aspiramos a convertirnos en alguien que las generaciones posteriores recuerden, y para ello empezamos imitando las cosas básicas de los genios precedentes ¿no? Los admiramos e imitamos, esperando algún día poseer la eternidad de los elegidos.

-Vale, lo retiro. Tal vez si tienes algo de bohemio. - la seriedad de él disminuyó, y se redujo la tensión de la boca, relajándola y formando nuevamente un atisbo de sonrisa.- Si nunca tocas, ¿cómo es que este lugar tiene una sala consagrada únicamente a un piano?

-Que me lo prohibiera no implica que acatase la orden ciegamente. Abandoné mi sueño, nada más. No podía permitirme perder otro trozo de mí mismo. De vez en cuando toco y practico para evitar el olvido, aunque mis manos ya no tañen con tanta celeridad como antes.

-¿Tocarías para mí?

-Tocaría para ti.

Súbitamente entusiasmado y sin demora alguna, enlazó las manos de ambos y se vio conducida dulcemente a través de escaleras y corredores, encendiéndose mágicamente a su paso, cruzando el salón principal hasta penetrar en la habitación del piano. Delicadamente, la liberó del contacto, y fue a tomar asiento ante la pesada tapa, desvelando la pureza de las teclas. Notas discordantes surcaron la sala, invadiendo de ecos todo aquello.

-¿Qué quieres que toque? – ofreció, probando la armonía del sonido, y buscando recuperar la destreza adormecida.

-Cualquier cosa.

Estudió el aire pensativo, buscando el repertorio dedujo, a la par que tomaba asiento sobre el diván. La placentera percepción de hundir el peso sobre se adueñó de ella, cosquilleándole el cuerpo. Unas notas huidizas desviaron su atención del placer físico, cadencia serena, de profunda tonalidad similar a los suspiros que tantas cosas solían ocultar en ellos. Era una melodía suave, que trasmitía fragilidad junto a un deje intermitente de fortaleza oculta. Intentó situar la pieza en una época y autor determinados, pero falló estrepitosamente. Abstrayéndose del momento, anuló la vista eventualmente, dejándose impulsar por la alteración del compás que ahora le era levemente conocido, pero las notas revistieron nueva gravedad, profundas, poderosas, contundentes. Increíble, no había otra forma de valorarlo. Variaba la armonía, el ritmo, y también los sentimientos inspirados, desde la suave y triste musicalidad, a la agresiva e impulsiva que tornaba a renovar en el instante preciso en que la resonancia rodeaba el estrépito desagradable. Arrancó unos últimos acordes de las blancas piezas, unos que dejaron la incertidumbre y la esperanza suspendidas en el aire, revestidas de una nostálgica y preciosa soledad que sosegaba el alma.



-¿De quién es? – interrogó, extasiada ante la paz surgida de algo tan simple como un piano.

-De nadie.

-¿Cómo se titula? – siguió interesada e intrigada.

-No tiene título.

-¿Cómo puede ser eso? –balbuceó, sin creerse que algo así tuviese dueño.

-Acabo de improvisarla.

Abrió la boca para decir algo, pero se encontraba tan sorprendida y maravillada a la vez, que enseguida supo que cualquier cosa que dijese, quedaría fuera de lugar.

-Sublime – encontró algo que se le acercase al fin. Jamás sospechó que él podría ejercer tal dominio y genialidad sobre el piano, y menos cuando según sus propias palabras ya no practicaba tan frecuentemente como antes. ¿De qué habría sido capaz en el pasado? Y no sólo eso, durante su embelesamiento en la creación, le había parecido atisbar a un Edwing radiante, ajeno a todo, unido al instrumento por una conexión sobrenatural, como si fuese ahí donde realmente perteneciese.

-Exageras, sólo ha sido una variación de un par de melodías que me sé de memoria.

-Me ha parecido reconocer algo….

-En realidad, expresaba lo que sentía. Es algo que solía hacer, interpretaba según mi estado de ánimo. Mi madre al principio lo odiaba, decía que así le era imposible corregirme la técnica –se calló repentinamente, y entonces una ternura pintó de luminosidad sus rasgos. –Aunque ahora que vuelvo allí, creo que no lo decía en serio. Parecía encantada, y siempre me hacía tocar a mí al final de las clases –dijo con un mohín.

-Lo sabía, ella sabía que tenías un don y que podrías llegar lejos. Era su forma de estimularte a desarrollar tu habilidad.

-Un don inútil que tal vez otra persona mereciese más que yo –comentó con amargura, las manos acariciando la blanca superficie, susurrándole palabras de amor, entregándose incondicionalmente a él. – Hubiese sido preferible que mis aptitudes y dones abarcasen la política, la estrategia y la lucha.

La música siguió brotando mágicamente de sus dedos, de naturalidad desbordante mientras ella se acercaba a él rodeando el piano hasta sentarse a su lado a fin de poder hablar con él cara a cara.

-Nunca desprecies tus cualidades ni a ti mismo. Y nunca olvides tus sueños.
-¿Ni aunque sean imposibles? –aseveró mordazmente.

-Especialmente ésos, porque son los únicos por los que merece la pena seguir.

-¿Y tú? ¿Cuáles son tus sueños?

-No lo sé… Jamás me lo he planteado, tal vez por qué deseaba que nunca volviese a amanecer para no tener que enfrentarme al futuro.

-Aquí nunca amanece – agregó significativamente, estudiándola fijamente, abandonando el piano.

Al instante supo de la implicación del comentario, del peso de la insinuación y las repercusiones, recordándole la decisión pendiente. Pero ahora, en ese momento en el que ni siquiera se la había planteado, era incapaz de contestarlo y menos aún, aguantar la esperanza en la mirada del chico, increíblemente transparente. Un libro abierto, desde la expresión a los gestos. Desvió su atención.

-¿Cómo te sientes ahora?

Se empañó la claridad, turbias las pupilas, oscurecido el azul insondable, el calvario reflejándose y revelándose nuevamente, quebrado el hechizo.

-Ahora soy yo el que no lo sé… Atormentado y tranquilo a la vez….

-¿Qué ha pasado, Edwing? – instó ella.

-Es algo de lo que preferiría no hablar…

-A veces…

-Por favor, no te enfades, pero es algo que…

-De acuerdo. No obstante recuerda que si necesitas hablar con alguien, puedes contar conmigo – y sin pronunciar otra palabra, se alejó de él y volvió a recostarse en el diván.

-¿Quieres que toque algo más? – propuso centrando la atención nuevamente en el instrumento.

-Sí.

-¿Alguna preferencia?

-No.

Ágilmente los compases volvieron al entorno, reposados ahora, y prosiguió así, induciendo y conjurando al sosiego, aislándola de todo lo que no fuera la placidez que suavemente penetraba en su interior, sumiéndola en el estado previo al sueño, el que pronto le reemplazó, meciéndola en los brazos de la pequeña eternidad.

Mantuvo pulsada el do sostenido, vibrando, disfrutando de la muerte de la nota que concluía la pieza, reverberando dócilmente en las paredes, y cuando el afinado oído le reveló de la total ausencia de ruido, bajó la tapa silenciosamente y se levantó. Sigilosamente, llegó a la dormida audiencia, y a pesar de las tribulaciones despertando al menor indicio de vulnerabilidad, sonrió al agacharse y contemplarla de cerca. Se sumió en la pacífica imagen, embebiéndose y respirando de ella, antes de cogerla en brazos y encaminarse a la puerta. Ésta se abrió sola así que continuó el camino a la habitación de ella.

La sentía ligera como una pluma, y tan bien cerca de él, que le costó lo indecible posarla sobre la cama que ya esperaba dispuesta a acoger a la invitada. Finalmente, venció al egoísta deseo, aquél que le instaba a quedarse a dormir con ella, al fin y al cabo le concedió el permiso, pero recurriendo a la fuerza de voluntad, la tapó, diciéndose que al menos por aquella noche, en su estado, no debía tocarla, ingenuamente pensando que podría inducirle atroces pesadillas, o volverla como él… Buscó oler su esencia antes de volverse y enfilar la salida.

Atravesó los tranquilos pasadizos que unían la alcoba de Lyselle con su estudio, cercano a su propia habitación, y entró toscamente en él, venciendo el recelo. Un alto candelabro de ocho brazos alumbraba difusamente la estancia, conjurando sombras danzantes alrededor de él. En el estrecho cerco de luz se ubicaba un amplio escritorio de caoba, similar al de su habitación cuya diferencia estribaba en el orden de los papeles apilados en una esquina de la extensión de ésta, frente a una pared cuyo apagado hogar no contribuía a desvanecer el resto de la negrura ni tampoco a revelar los secretos escondidos. Parándose ante el inexistente fuego, levantó la mirada y escudriñó el retrato principal de la pared.

Una mujer de fascinantes ojos verdes y larga cabellera ébano le devolvió la mirada, una ancha sonrisa iluminaba su cara. Destilaba elegancia y candor, en contraposición a la carencia extrema de vida de la pintura.

-¿Por qué desaparecisteis, madre? –apenas una pregunta murmurada, multiplicándose gracias al eco y la extrema tranquilidad cruzó la atmósfera.

Una demanda retórica, a la que no aguardó respuesta alguna, dándole la espalda al incorpóreo recuerdo, atravesando la distancia que le separaba del escritorio y dejándose caer pesadamente sobre la silla que acompañaba al mueble, sumiéndose en su propia oscuridad. Tal vez por eso, le pasó inadvertida la particularidad de la sombra que danzaba con vida propia, fundiéndose en el mundo existente más allá del marco de la puerta, en otro tipo de oscuridad.
Leer más...