Reflejos VIII (Segunda parte)

El murmullo del agua llenaba la estancia de ecos fugitivos, y el vapor surcaba el ambiente condensándose alrededor de los contornos que obstaculizaban el espacio, difuminando la realidad y sustituyéndola por una etérea, suspendida y perdida en instantes irreales. Una donde la intensidad de los sentimientos no resultaba tan abrumadora.

Recostado sobre la pared, veía sin ver el fluir del agua, los ojos perdidos en algún lugar desconocido. Instintivamente, estiró el brazo para comprobar sobre su piel la temperatura del incoloro líquido. Ardía. Apenas parpadeó, totalmente ajeno al ardor. Sólo reaccionó cuando la humeante humedad alcanzó sus pies. Se levantó a fin de detener el caudal, y tras ello, se desnudó mecánicamente, y se introdujo en la ducha. Abrió nuevamente el grifo, y el torrente de agua salió a borbotones, rebotando contra su piel con una violencia inusitada. Los nervios de su cuerpo eligieron ese momento para recordarle que de alguna forma seguía vivo. Esperó unos segundos, soportando la abrasadora sensación, antes de reducir la temperatura a una agradable.

Cerró los ojos, e intentó vaciar su mente y concentrarse en la agradable impresión del agua resbalándole por el cuerpo, en una íntima caricia, relajando la tensión de los músculos. Alzó la barbilla, buscando sentir la frescura en la cara, y disfrutó del aterciopelado contacto. A tientas, buscó el gel. Lo extendió sobre sus manos y empezó a frotarse el cuerpo ajenamente, rutinariamente. No había terminado, cuando presintió algo pegajoso y viscoso sustituyendo a la frialdad del agua empañado de un olor metálico, demasiado característico y conocido, induciendo a rebelarse algo en su interior. Espantado y aturdido, no quiso creer a sus bien alertados instintos. Sangre. Todos los olores quedaron amortiguados, imponiéndose ese ante todos los demás. Abrió los ojos, buscando la causa y lo que vio le hizo tiritar, y no de frío, atormentándole nuevamente. La sangre se escurría entre sus dedos, las manos empapadas completamente de ésta, surgiendo de algún lugar desconocido. Tuvo la certeza de que no le pertenecía, y ese convencimiento le volvió a inducir un miedo descontrolado e irracional. La desatada imaginación sentenció a la poseedora. Abraina. Se le desorbitaron los ojos, se le desencajó la mandíbula, conteniendo a duras penas el horror de la espantosa convincción, la certeza de que borbotones carmesís fluían ya no entre sus dedos, sino por todo su cuerpo. La pesadilla se materializó en forma de espeluznante visión. Mirase donde mirase, se veía empapado en sangre ajena, acusándole, lacerándole aplastantemente y sentenciándole cruelmente: asesino.

Probó a hacer acopio de racionalidad, algo inútil pues los jirones de serenidad se habían desvanecido, y lo único que dictaba sus acciones era un caótico embrollo de entretejida y desbordados sentimientos. Una necesidad anteponiéndose a todas las demás: las de disipar olores y visiones asociadas a la sangre. Desesperadamente, aún bajo la frescura asfixiante del agua, se frotó furiosamente, esforzándose para limpiarse y volver a recuperar la pigmentación de su piel, una que no le obligara a recordar ni se presentara ante él agónicamente. Salvajemente, se restregó la piel, a fin de sentirse limpio, si no anímicamente, si físicamente. No se detuvo cuando el escozor le previno de las laceraciones de la piel levantada. Eso sólo consiguió aumentar la angustia.

Perdió la noción del tiempo que estuvo bajo el agua, pugnando afanosamente contra una suciedad imperceptible y torturadora. Fracasó. La opresión aumentó en su interior y cansado cedió a lo inevitable, a la huella indeleble de lo acaecido durante el consejo, juzgándolo, nada benévolamente, y esa seguridad lo enfermó, la conciencia latiéndole dolorosamente en las sienes.

Cerró el grifo, e inclinándose hacia delante, se recostó sobre la pared de la ducha, examinando sus manos al contraluz del fuego de la antorcha que crepitaba.

Obsesionado y enfermo, sintió náuseas de su propio cuerpo, contaminado y sucio. Algo a lo que el cristalino y límpido chorro no había sido capaz de hacer frente, ni tan siquiera mitigar.

Abandonó el blanco mármol, arrastrando los pies por las baldosas grises que componían el suelo, empapándolas de agua. No importó. Nada parecía importar, nada salvo la ausencia de fuerza para hacer algo tan básico como secarse. Permaneció allí inmóvil, chorreando, parado, despojado de voluntad, las pupilas dilatadas, y el rostro carente de vida.

0 comentarios:

Publicar un comentario