Reflejos IV

-¿Pr-príncipe?-tartamudeó alternando su vista entre el recién llegado y Edwing.

-Otro que tiene el don de la inoportunidad- gruñó el chico.

-De inoportunidad nada, mi señor. He aparecido cuando he creído oportuno hacerlo- respondió sin alterarse desde el umbral de la puerta cerrándola tras de sí.

Se adentró en el interior de la estancia con gesto sobrio y elegante, acorde con la presencia que denotaba.

Era un hombre de mediana edad, quizás rondaría los cuarenta años. De pelo levemente largo color ceniza, ojos negros y duros, nariz aguileña y fino bigote justo encima de una mandíbula cuadrada otorgándole un aspecto serio y levemente amenazador. Vestía un impecable traje negro, junto a una camisa blanca, con un aire aristocrático superior al de aquel que había nombrado príncipe, poseyendo además menor estatura que él.

-¿Pr-príncipe?- volvió a preguntar ella anonadada.

-¿Se puede saber qué has venido a hacer?- se estaba irritando con el hombre.

-Anunciarle que le requieren en el salón de actos.

-¿Y no hay otro momento?

-Me temo que no, mi señor.

Suspiró derrotado, con lo que le había costado llegar a ese punto, ahora el momento lo perdía por asuntos impertinentes... O puede que no, al fin y al cabo era su deber.

-¿Dónde es?

-En el salón de actos, ya se lo he mencionado.

-¿En qué salón de actos?-preguntó al límite de su paciencia.

-En el del palacio central.

-¿Se puede saber de que va todo esto?-irrumpió ella por primera vez en esa conversación de la que era del todo ajena- ¿Quién eres tú realmente?

Los dos se miraron a los ojos, sin saber muy bien qué hacer.

-Verá señorita...

-Déjalo, Ekain. Enseguida estaré allí.

-No puede presentarse con eso, señor- le recordó, señalando la ropa aún desperdigada que llevaba la noche anterior.

-No tengo tiempo de ir a buscar una acorde a la situación.

-Por eso se la he traído yo-le dijo colocando en la cama un fajo de ropa cuidadosamente doblada.

-Gracias, Ekain.

-¿Desea algo más?

-¿Alguien se ha percatado de la presencia de Lyselle?

-Lo dudo, seguí sus instrucciones al pie de la letra. Nadie ha deambulado por el palacio del sur desde hace una semana.

-Nada más, puedes marcharte- hizo una reverencia a su señor y se acercó a la chica, tomando su mano y besándola, sorprendiéndola con el gesto.

-Le deseo toda la suerte del mundo señorita. Y sea bienvenida a este lugar- habló con voz grave y sincera, para marcharse con igual sigilo con el que entró.

Breves instantes de silencio inundaron el ambiente, mas pronto su voz enojada se dejó escuchar.

-Empieza.

-Cierto, he de cambiarme- fueron sus palabras, a la par que empezaba a buscar entre las cosas dejada por el hombre, hasta encontrar finalmente una camisa blanca con botones plateados.

-¡No a cambiarte! A explicarme lo de ahora, terminar lo de antes, y un sinfín de asuntos...

-Desearía poder hacerlo, pero no tengo tiempo. Entiéndelo, por favor. Luego continuamos- explicaba vistiéndose aceleradamente.

-Pero... ¡Espera! ¿Me vas a dejar encerrada aquí?-interrogó amenazadoramente.
-No, claro. Todo el palacio está a tu disposición, nadie merodea por aquí por lo que eres libre de inspeccionarlo a tus anchas. Sólo prométeme una cosa.

-¿Y aún te crees con derecho a pedir algo?-bufó.

En aquel instante estaba poniéndose unos pantalones negros, mas al considerar las posibles implicaciones de su última pregunta cesó de hacerlo, mirándola seriamente a los ojos.

-Por favor, hazme caso.

-Está bien-concluyó al no poder soportar la gravedad de su mirada. Y tomándolo por sorpresa le abrochó los pantalones.

-¿Qué haces?

-Si te ayudo acabarás antes- razonó.

Y a continuación le ayudó a ponerse la corbata, haciéndole al nudo con la atenta mirada de él a sus acciones.

-Increíble, va a ser la primera vez que me presente con corbata. ¿Dónde has aprendido?

-Algo tenía que hacer con mis horas de soledad...

-También es verdad- declaró con voz culpable ante el mal recuerdo despertado por su torpeza.

Por último le ayudó a ponerse una gabardina hasta las rodillas también negra, con trabajados detalles plateados en los puños, e intentaba arreglarle el fino pelo negro.

-Creo que ya estás- anunció retirándose unos pasos para verle completamente-. Bueno creo que la camisa te quedaría mejor por fuera, pero eso va a gustos.

-No creo que admiren la casualidad en ese sitio.

-Tú sabrás.

-Me voy, volveré en cuanto pueda. Tienes algo de ropa en el armario, pero es otro tema del que debemos hablar. Ten cuidado.

-Lo tendré- le aseguró contemplando su marcha.

No obstante, antes de traspasar el umbral, paró en seco girándose, y en dos grandes zancadas se acercó a ella para darle un fugaz beso en los labios. Antes de notarlo si quiera, la habitación se hallaba solitaria excepto por su propia presencia, permitiéndole escuchando perfectamente en la lejanía aquél:

-Me van a matar- de su ahora ausente compañero, riéndose ligeramente ante aquel comentario de aparente adolescente.

Suspiró resignada y se echó sobre el lecho contemplando el techo si fuera el espectáculo más entretenido.

-¿Y ahora qué hago?

Enseguida recordó que le había dicho que podía salir e investigar el... ¿palacio? ¿Lo sería realmente? Con renovadas fuerzas y un espíritu nuevo, saltó de la cama rumbo al armario para buscar algo de ropa pues ya tenía claro su siguiente entretenimiento. Abriendo con ímpetu sus talladas puertas, echó un vistazo al escaparate de posibilidades acabadas de descubrir, algo desilusionada con las opciones. Era imposible atisbar el fondo del mueble, pero no por ello significaba que estuviese repleto. Precisamente lo remarcable residía en el sentimiento huérfano anidado en su interior, pues salvo un par de vestidos, entre ellos el que él trajo consigo, unos zapatos blancos de leve tacón y una capa oscura, alternativas pocas. Los contempló rápidamente: el de la noche anterior, era un vestido de fina tela blanca ceñido bajo el pecho, anchas mangas que debían empezar a la altura de la clavícula, todo él con capas de tul semitransparente y escaso vuelo cayendo recto hasta sus pies, con bordados azules en la falda y en las bocamangas. El otro en cambio, parecía su contraparte con un escote palabra de honor sin mangas, y una vaporosa falda con varias capas por encima, todo ellos de diversas tonalidades oscuras. Así brevemente la elección estuvo hecha, decantándose por el vestido traído la noche anterior.

-Ya podría haber pensado en algo menos barroco- dijo en voz alta para si misma.
Estaba por cambiarse de ropa cuando algo le vino a la mente.

-Y éste, ¿qué pretende que me ponga bajo el vestido? ¿No se ha enterado que en ocasiones uso ropa interior?-bufó, imaginándose la respuesta sin necesidad de comprobarla.

Al menos una parte de lo ausente lo llevaba puesta, ¿pero la parte de arriba? Contempló el vestido ahora reposando sobre la cama recordando su forma.

-Bueno, supongo que si ciñe bajo el pecho debería servir por un rato

Desembarazándose de la camisa, que dobló cuidadosamente sobre el lecho, se puso el vestido que al cerrarse en el costado le ahorró otra preocupación, restando únicamente los zapatos... los únicos zapatos del armario... con tacón. ¿No se había percatado de que ella y los tacones mantenían una dura batalla a muerte? Que casi siempre perdía además...

Suspiró resignada, agarrándolos por el tacón de bastante mal humor, con la idea fija en mente de calzárselos en caso extremamente necesario, pues de lo contrario, caminaría descalza.

Así pues, mejorado el atuendo, caminó hasta la puerta con decisión, sonriendo traviesamente ante la aventura que su imaginación ya desarrollaba.




Nada más atravesar la puerta, un majestuoso pasillo le dio la bienvenida, pronto bifurcándose en tres caminos de alturas distintas. Hasta donde pudo admirar, sus suelos relucían bajo las mismas esferas de luz de la habitación, sólo que éstas variaban su luz con mil colores inimaginables en lo alto de un techo de cúpulas acristaladas que permitían ver el exterior, soportadas por columnas de cuidados relieves en forma de enredaderas abrazando en un lugar indefinido los techos. Maravillada, tomó un camino al azar, resonando sus pasos en lo alto, fijándose en los detalles de los mosaicos de curiosas formas que pisaba, consciente de la calidez que emanaba de ellos. Apenas hubo avanzado unos diez metros, cuando el camino desembocó en una amplia escalera descendente recubierta con una alfombra rojiza de aparente terciopelo, custodiada por una barandilla de detalles en forma de hojas plateadas sobre unos pilares transparentes. Desvió su mirada a la gran sala adormecida a sus pies, con una gran estrella negra de cinco puntas atravesada por una espada y dos alas a sus costados en el centro de ese espacio, vigilando incansable a la araña de cristal colgada del techo, con las mismas esferas de luz del pasillo extendiéndose a su alrededor como sus patas.

Rozando sus dedos en la barandilla, inició con suavidad a descender, parando al encontrarse en el mismo centro de la estrella, extasiada por la grandiosidad y simpleza del lugar. No pasó desapercibido a sus ojos las puertas laterales cercanas al pie de la escalera, ocultas por unas cortinas también rojas que surgían de un extremo situado más allá de dónde su vista conseguía atisbar y morían en la esquina opuesta, cerca de dónde se encontraba.

Impulsada por su curiosidad, se dirigió a la puerta oculta a la derecha, apartó la molesta cortina que la escondía e intentó abrir la puerta de elegante marco en forma de alas, consiguiéndolo sin mucho esfuerzo. Dentro, un hermoso piano de cola negro aguardaba a su intérprete frente a un hogar apagado, tocado con el mismo símbolo anterior, deduciendo que sería el emblema de la familia, delante del cual alguien depositó allí un diván negro. Lo último que restaba en la estancia, era el gran ventanal tras el piano.

Cerró tras de si la puerta, y enfiló sus pasos hasta la opuesta, idéntica a su hermana, con la misma suerte de ceder bajo su impulso. A diferencia de la otra, en ella toda la estancia estaba recubierta de madera, con miles de libros inundando los estantes que se perdían más allá de donde sus ojos le permitían otear. Varias escaleras zigzagueaban entre los cientos de repisas dónde descansaban letras adormecidas esperando revelar quién sabe qué cosas, enroscándose en ángulos imposibles, como deslizándose según la necesidad del usuario. Miles de partículas en suspensión le daban un aire cálido al ambiente, y el olor de las cientos de páginas escritas en tiempos indefinidos, lo rodeaba todo de un aire cálido y familiar.

Boquiabierta, sin haberse repuesto apenas de la sorpresa, se internó reverencialmente en el lugar, intentando no romper la atmósfera mágica y silenciosa con su presencia, descubriendo con ello un caos de tomos suspendidos en estanterías de belleza enigmática, escaleras que parecían susurrar palabras a oyentes invisibles, moviéndose serenamente con una vida extraña.

Sin poder dejar de admirar la belleza de ese lugar, una renovada curiosidad renació en su interior, intrigada sobre que títulos albergaría. Se acercó al estante más cercano a ella, y cogió un libro al azar. Nuevamente se vio sorprendida al reconocer el título y el autor que figuraban en la elegante encuadernación de la publicación, nunca imaginando encontrar libros conocidos por ella como el que ahora tenía entre manos: “Orgullo y Prejuicio”. Y no dejaba de sonarle irónico el título dado la situación en la que se encontraba. En ese momento, un brillo plateado llamó su atención. Dejando el que tenía en sus manos en su sitio, fue hacía allí, y saco un libro de elaboradas tapas negras, con el título y su autor en letras góticas. Hizo un esfuerzo por situar en algún lugar de su mundo ese nombre, pero no lo asoció con nada, así que supuso que sería de algún autor de ese reino. Intrigada, empezó a pasar las hojas y justo en ese instante, como si hasta entonces se hubiese mantenido en las sombras, atisbó un chaise longue recubierto de raso aguamarina y el cercano y espectacular escritorio de pulida manera junto a la silla que lo resguardaba.

Maravillada, no pudo evitar preguntarse, si ese espacio no tendría alma propia, siempre materializando los deseos de sus lectores. Fuese lo que fuese, le inspiraba una calidez acogedora que no la asustaba ni la atemorizaba. Era algo etéreo y perfecto, y pensar que podía estar allí sin que nadie le echase en cara intromisión alguna, la hizo temblar con una desconocida sensación acogedora.

Diciéndose que a algunas cosas no era necesario darle vueltas, ni buscar explicaciones posibles, se arrebujó en la suavidad del sillón y empezó a pasar las páginas del libro que aún conservaba en las manos, buscando su sinopsis hasta que notó un perceptible cambio alterando la magia del entorno. Sin saber por qué, afligida por alguna desconocida razón, se levantó repentinamente buscando con la mirada la causa de la conmoción. Fue entonces cuando vislumbró como una figuraba se deslizaba en el exterior que un desapercibido hasta el momento ventanal le mostraba. Su cuerpo se tensó, en estado de alerta, olvidando libros y maravillas, guiando sus pasos hasta el ventanal que instantáneamente se abrió para permitirle el paso al frío exterior donde un suave viento helado la abrazó. Caminó como hipnotizada, siguiendo un rumbo que sólo el corazón trazaba, sintiendo la hierba mojada bajo sus pies de lo que debía ser un jardín.

Un intenso olor dulzón la despertó del trance, y entonces se percató de la inmensa cantidad de rosas negras que lo rodeaba todo: flores mustias, oscuras, tétricas, crules pero también solitarias y endebles en medio de la inmensidad de sus compañeras,… Flores que formaban entretejidos caminos que morían en un lago parcialmente helado rodeado de distintos tipos de flores del mismo color: negro, en infinidad de contrastes inimaginados. El paisaje era absorbente, fascinante, atrayente y también desesperanzador y triste. Intentó apartar la mirada, pero no podía, el desconsuelo se aferraba a su voluntad…

El viento helado y cortante le recordó que estaba descalza sobre un lugar casi congelado, abrazándose a sí misma para evitar el frío en sus brazos, maldiciéndose mentalmente, por haber dejado la capa olvidado en algún lado. Iba a volver a por ella, olvidado el motivo de la salida, cuando un suave y dulce timbre de voz le llegó a los oídos.

-Ah, así que estás aquí. Me preguntaba dónde estarías – a pesar del tono, un escalofrío le recorrió el cuerpo y no tenía nada que ver con el frío de su cuerpo, girándose para ver de quién provenía. Y no pudo evitar tragar saliva cuando estuvo frente a esa persona, porque si había una palabra para definirla, esa era imponente, en todos los sentidos.

Alta y grácil, elegante y con un porte que denotaba seguridad en sí misma, era físicamente espectacular. Su larga melena relucía con infinidad de contrastes dorados sobre un rojo más intenso que la sangre, iluminando su cara con los ojos de un profundo violeta. Los rasgos de su cara parecían cincelados, guardando proporciones que hasta ahora nunca habría pensado que pudiesen ser reales. Y cuando sonreía, su belleza te atrapaba de forma cautivadora, a pesar de la maldad que vislumbraba en esos ojos, se sentía incapaz de romper el yugo. En medio de esa conexión, no se percató de los pasos inexistentes que ya no mediaban entre ambas. Y si antes le pareció guapa, de cerca era incluso más avallasadora.

-¿Cómo… cómo sabías que estaba aquí? – le salió finalmente un débil hilo de voz que había tardado demasiado en encontrar.

-Ed me lo dijo.

-¿Ed?- aunque sabía de quien hablaba, aún buscaba la confirmación de que no fueran el mismo.

-Edwing… Ya sabes, alto, pelo negro, ojos azules, heredero al trono…

Si sus pensamientos no estuviesen en otro lado, no le habría pasado por alto el sarcasmo encerrado en el último comentario. Pero en ese momento, le estaba costando demasiado respirar para mantener la mente serena.

-Oh…. No te lo ha dicho…. Pensé que habríais hablado… - fingió estar preocupada.

-Sí…

-Entonces me alegra que estés aquí para ello, de veras te lo agradezco.

-¿Para ello?

-Sí, ya sabes por las rosas.

-No sé nada de ello…

-Bueno, no te preocupes, no es nada importante…

-¿Qué es?

-Yo no debería…

-¡Quiero saberlo! – dijo totalmente exaltada.

Un suspiro cansada abandonó aquella perfecta expresión, como dudando aún en si debería explicárselo o no. Algo que finalmente hizo.

-Supongo que Ed ha estado demasiado ocupado últimamente. Se le debe haber olvidado, la situación es delicada en estos momentos.

-¿Por qué?

-La guerra se aproxima.

-¿Y eso que tiene que ver con mi presencia aquí?

-Verás… estamos prometidos.

Una rabia ciega la inundó al oír esa palabra. No, no podía ser… Él no podía… Quiso gritar de impotencia, de dolor, de traición,… quería romper algo, quería… desaparecer nuevamente. Respirando profundamente intentó calmarse, una vez tocada, sólo tenían que rematarla, así que, ¿qué más daba? Tenía que llegar hasta el fondo del asunto antes de pedir explicaciones. Con gran esfuerzo, intentó reponerse para encarar a esa mujer, adoptando la expresión cínica de alguien a quién no le importa lo que ocurra a su alrededor, aunque por dentro se estuviese haciendo pedazos.

-Sigo sin ver relación alguna con las dichosas rosas.

-Aunque no sepas mucho de este mundo, aquí sólo florecen flores negras, igual que las que ves aquí. Pero hay una forma de embellecerlas y que florezcan en todo su esplendor…

-Sangre… - intuyó de repente.

-Así es. La sangre es esencial para nuestra gente. Ella da el poder y la fuerza, y también la vida. Es el vínculo a partir de que se creó la raza.

-Permite dudar de algo tan absurdo – comentó con desdén.

-Yo también lo pensaba… Pero no tienes nada más que fijarte en la biblioteca, ¿crees que lo que ocurre allí es normal? Ese lugar está encantada, y no sólo él, todo este palacio. Por él fluyen corrientes mágicas intensas. Es algo increíble, pero las leyendas más antiguas dicen que es porqué el palacio está vivo, tiene alma.

Se tomó unos segundos para pensar en lo que acababan de revelarle. Por más bizarro que resultasen esas suposiciones, en ellas residía algo de cierto. Desde el primer instante, había sentido ese lugar cercano, cálido y acogedor, y a pesar de su inmensidad y de la poca gente que residía en él, no revestía soledad o abandono alguno… Tal vez lo del jardín fuese verdaderamente cierto…

-¿Qué necesidad tenía él de tomarse tantas molestias para algo tan insignificante si tan ocupado está?

Un indescriptible sentimiento cubrió el rostro de la otra chica, suspirando ausente.

-Es un romántico. Le pedí que quería ver algo tan intenso como lo que decía sentir, y él me prometió que me lo demostraría con algo único e irremplazable. Nuestra sociedad le da mucha importancia a las leyendas que ocultan los palacios de estas tierras, es por ello por lo que cumplir con uno de esos recuerdos, es la mayor demostración de amor que puede hacerse a alguien.

-Ese es mi papel, pues… - constató, aferrándose a una posible última negación.

-Lo siento, no debí… - le respondió la otra, con voz fingidamente compungida.

-¿Cómo te llamas?

-Bruria.

-Tienes mucha suerte, Bruria – expresó en voz neutra.

-De veras que lo siento…

-No tienes que preocuparte, no me había hecho ilusiones al respecto.

-Me alegra oírlo y te agradezco mucho la ayuda. Sería un incordio y un contratiempo importante tener que posponer nuestro matrimonio por algo así. Está previsto que se celebre antes de cumplir con los votos.

-Claro.

-Tampoco es que sea algo imprescindible, pero Ed ha insistido tanto… Es un encanto. Me lo consiente y da todo. Es maravilloso.

-Ya…

-Oye, veo que estabas por aquí sola, ¿necesitas algo de compañía? ¿Una guía? Conozco bastante bien el lugar – le ofreció la chica, intentando ganarse su simpatía ahora.

-No te preocupes, sólo sentía curiosidad. Además, tendrás otras cosas que hacer…

-La verdad, es que ando algo ocupada con los preparativos… La guerra se cierne en el horizonte, y queremos casarnos antes de que ésta sea un hecho.

-Claro, es normal… No te preocupes, me quedaré por aquí un rato. Pero, ¿te importa si uso la biblioteca?

Frunció el ceño levemente, lo que la llevó a pensar que se lo negaría, pero finalmente adoptó una condescendiente.

-No es algo habitual, pero si queda entre tú y yo no habrá problemas. Pero sé cuidadosa, es un tesoro ese lugar.

-Gracias.

-No hay de qué. He de marcharme, si necesitas algo búscame.

-No te preocupes. Pero oye, una cosa…

-Dime.

-¿Tú eres como él? Me refiero a…

-Sí claro, soy una vampiresa también. No te ofendas, pero al heredero no le está permitido casarse con una humana. En este mundo se os considera inferiores…
Más que otra cosa, las implicaciones de sus palabras y la traición, eso fue lo más doloroso. Oír de primera mano como la consideraban inferior, no digna de querer o tal vez incluso de vivir… La actitud adoptada mientras mantenía la conversación se resquebrajaba rápidamente, y no tardaría mucho en perder la poca dignidad que le quedaba.

-Bueno, sólo era eso. Gracias por contestarme y felicidades- le sonrió con el poco ánimo que le quedaba.

-Gracias a ti. Ahora he de irme, supongo que nos veremos por aquí.

Y antes de tener tiempo a articular algo más, la presencia de Bruria se había desvanecido dejando tras de sí un suave olor demasiado dulce, riéndose así de ella, recordándole que esa mujer sí estaba a la altura de alguien como Edwing, que si era digna de él, sí le merecía… Y aparentemente él la quería. Ella sólo había sido un peón en un juego demasiado cruel, una ilusa por soñar en cosas extraordinarias que nunca le ocurrían a personas ínfimas y sin valor como ella. Sólo una herramienta… como siempre.

-Yo no esperaba otra cosa… ¿verdad? – expresó en voz alta mirando fijamente al lago.- Entonces, ¿por qué duele tanto? Solo sentía simpatía por él…

No pudo contenerse más, por más que intentase negarlo, sintió esperanza de que su vida hubiese tomado un rumbo inesperado, y eso la motivó de una forma en que nunca hubiese imaginado…. Pero todo era mentira… una mentira más, negándole sueños y esperanzas, negándole sentirse querida e indispensable para alguien… Y cuando empezaba a recobrar la confianza, el que pensó que era maravilloso, la hería de la peor forma, y también la más certera…

Sus rodillas, demasiado débiles, cedieron bajo su peso, hundiéndole en esas rosas negras que ahora se mofaban con ella con el desdén que dan los lúgubres pensamientos. Enfadada con todos, y especialmente con Edwing, arrancó las más cercanas a ellas, ignorando las espinas que se clavaban en sus yemas, derramando la sangre que él únicamente valoraba.

Y mientras la sangre fluía escapándose de su torrente sanguíneo, su corazón reducía los latidos progresivamente, uno excesivamente hecho añicos para hacer otra cosa que no fuese sumirla en un sueño, que esta vez sí esperaba que fuese para siempre, pues respirar ahora dolía de una forma que nunca juzgó posible….

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